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Morir para matar

Kersten Knipp (jov/el)23 de febrero de 2016

Los atacantes suicidas no son enfermos mentales. Su último acto es la consecuencia lógica de sus patrones de pensamiento. Desde mediados del siglo XX ha crecido su número.

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Duelo en Francia y el mundo tras los atentados de noviembre 2015 en París.
Duelo en Francia y el mundo tras los atentados de noviembre 2015 en París.Imagen: Reuters/G. Fuentes

Abdelhamid Abbaoud vivió unos días más de lo que él mismo creyó. En realidad, asumió que durante los ataques de París iba a ser abatido por los disparos de las fuerzas de seguridad.

Abbaoud era el líder del grupo terrorista que el 13 de noviembre de 2015 atacó varios lugares de la capital francesa al mismo tiempo. Él mismo fue uno de los que mataron a decenas de personas en varios cafés. Y aunque logró escapar, pocos días después su escondite fue descubierto en Saint-Denis, en donde fue ultimado por la policía.

Abdelhamid Abbaoud pertenece a la última generación de terroristas suicidas islamistas, una generación totalmente diferente a la de sus predecesores. De origen marroquí, había nacido en 1987 en Bélgica, antes de unirse a la organización terrorista "Estado islámico", ya tenía una carrera de delincuente de poca monta. Una y otra vez estuvo en prisión. Durante una de sus estancias en la cárcel conoció a terroristas islámicos: ese fue el comienzo de una radicalización con un final fatal, aunque su desarrollo psicológico fue banal, típico en muchos jóvenes yihadistas y potenciales atacantes suicidas.

El “prestigio“ del terror

El sociólogo francés Farhad Khosrokhavar, autor de un libro sobre la radicalización de jóvenes yihadistas, describe en "Le Monde" su entorno como “un círculo de amigos que se reúnen en torno a un evento motivador y se dejan inspirar por el prestigio de organizaciones como Al-Qaeda o el EI, que promete resucitar el desaparecido Califato”.

Al “prestigio” del terror se suma la trivialización de las formas de lucha. El objetivo del EI, escribe el antropólogo francés Dounia Bouzar, es el de "banalizar el crimen y la tortura". Una estrategia exitosa para desequilibrar las convicciones éticas de una persona débil.

La banalización llena una condición sin la cual los ataques suicidas son impensables: la conformidad psíquica del delincuente. En el siglo XX la práctica de atentados suicidas empezó con los ataques kamikazes de aviadores japoneses en la Segunda Guerra Mundial.

El pequeño “yo” al servicio de algo “grande”

Fueron justamente los japoneses los que llevaron la perversa táctica de los ataques suicidas a los árabes. En mayo de 1972, el primer ataque importante tuvo lugar en Israel, tres japoneses, miembros de la Fracción del Ejército Rojo, mataron a disparos en el aeropuerto Ben Gurion a 26 personas e hirieron a otras 80. El ataque fue planeado junto con el grupo de ultraizquierda "Frente Popular para la Liberación de Palestina". Este atentado sentó un precedente que ha servido de ejemplo a un sinnúmero de ataques suicidas en la región: Israel, Líbano, Irak e Irán y otros países.

La estabilización de los ritos

Los atacantes suicidas no son locos que no saben lo que hacen, dice el politólogo estadounidense Robert Pape en su libro "Dying to Win: la lógica estratégica del terrorismo suicida". Sin embargo, necesitan ritos para prepararlos y darles una estructura. Con respecto a Oriente Medio esta tesis se confirma en casos de atentados con motivos tanto religiosos como seculares.

"El atacante suicida, en la mayoría de los casos un musulmán, es al mismo tiempo víctima y agresor", escribe Joseph Croitoru. "Él es una herramienta en manos de los estrategas sin escrúpulos que a menudo lo reclutan a temprana edad y adoctrinan, para luego ganar prestigio a sus expensas." El adoctrinamiento resulta más fácil entre más sea el sentimiento de impotencia de un grupo o una sociedad, como la palestina frente a Israel. Esto ayuda a explicar el alto número de ataques suicidas palestinos.

Los ataques en París han demostrado lo fácil que es radicalizar a jóvenes atacantes suicidas: culto a supuestos héroes, complacencia consigo mismo e incapacidad de autocrítica. "Los jóvenes radicalizados se embriagan ideológicamente entre sí", dice la antropóloga Dounia Bouzar y concluye que allí empieza "la cadena de la muerte".