Doña Hildegard y sus dos maridos
1 de enero de 1970Quien decide contraer matrimonio, no sólo decide compartir cama, casa y comida con su media naranja, sino que también opta por llevar su apellido. En Alemania, las parejas tienen, sin embargo, la posibilidad de elegir entre el apellido del marido y la mujer el que más plazca a ambos. Pero, a pesar de la liberalización, los cónyuges en general resultan conservadores en cuanto a la elección de su apellido. Es así que la gran mayoría de las parejas adopta el nombre del hombre, como apellido del núcleo familiar. Por ejemplo: Hildegard Müller se casa con Helmut Meier, pasa a llamarse Hildegard Meier y ambos viven felices hasta que... un buen día se dan cuenta de que se pelean más de lo que se aman y deciden divorciarse.
Lo que se da, no se quita
En tal caso, la Señora Meier, nacida Müller, tuvo que resolver con su ex-marido, el Señor Meier, quién se quedaba con el televisor y quién con el equipo de sonido, pero el apellido Meier, una vez adquirido con el casamiento, se lo podía quedar. Supongamos ahora que la Señora Meier, nacida Müller, tuvo la suerte de volver a ser flechada por Cupido y caer rendida ante los pies de, digamos, el Señor Hans Schmidt. Y, supongamos también que el amor que sintió la Señora Meier, nacida Müller, por el Señor Schmidt era tan inconmensurable que a la dama no le alcanzaba con entregarle cuerpo y alma al Señor Schmidt, sino que quiso hacerlo partícipe de su hermoso apellido, el de ella, que en realidad era el de él, el primer marido, que se llamaba Meier. Es decir, la Señora Meier, nacida Müller, se casa con el Señor Schmidt y pretende que éste pase a llamarse luego Señor Meier. En estos momentos solía entrar en acción el código civil, diciendo que el Señor Schmidt podía tomar el apellido Meier únicamente "en préstamo".
De diván en diván
La Señora Meier, nacida Müller, desesperada, recorría oficina tras oficina los intrincados vericuetos de la burocracia alemana, buscando al funcionario que le permitiera dar nombre - ¡y apellido! - a su amor. Pero todo era en vano. Nadie parecía comprender su necesidad más íntima de 'bautizar' a su segundo marido con el apellido del primero. ¿Realmente nadie? No. En su largo periplo encontró a algún que otro psicoterapeuta, que prometía tener la solución a su problema, pero sólo terminaba confundiéndola aún más al nombrar al Señor Freud, al Señor Lacan, al Señor Jung e incluso al Señor Edipo. Pero ella lo único que deseaba era que su adorado Señor Schmidt se llamara por fin Señor Meier.
Esta mañana, la Señora Meier, nacida Müller, somnolienta por los efectos de los antidepresivos, enciende la radio portátil, ubicada en su mesita de luz con un gesto autómata y escucha la siguiente noticia: "la Corte Constitucional Federal resolvió que si un cónyuge adquiere, al contraer matrimonio, el apellido del otro cónyuge, podrá no sólo conservar este apellido si se divorciara, sino que - de volver a contraer matrimonio - podrá pasarle este apellido al nuevo cónyuge." La señora Meier, nacida Müller, emocionada, se recuesta en la cama nuevamente, cierra los ojos y gira la cabeza hacia la derecha, tratando de contener las lágrimas, abre lentamente los ojos y mira a su marido, como si lo mirara por primera vez, como si fuera el primer hombre, para ella lo era. Era el Señor Meier, nacido Schmidt. Por fin.