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México: de la violencia al terrorismo

12 de noviembre de 2019

Sin una estrategia del Gobierno para proteger a los ciudadanos y con una sociedad anestesiada, las fronteras del crimen organizado desaparecieron en México y la violencia pasó a ser terrorismo, opina Anabel Hernández.

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El 17 de octubre pasado, una pequeña facción del Cartel de Sinaloa tomó calles de Culiacán, Sinaloa, y obligó al gobierno de México a liberar al hijo de "El Chapo" Guzmán.
El 17 de octubre de 2019, una pequeña facción del Cartel de Sinaloa tomó calles de Culiacán, Sinaloa, y obligó al gobierno de México a liberar al hijo de "El Chapo" Guzmán.Imagen: Reuters/J. Bustamente

La presión ejercida por el narcotráfico y la corrupción acumulada durante décadas en México, gracias a la tolerancia del entonces hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), y a una sociedad sin anticuerpos que se habituó a la presencia de corruptos y narcos como si fueran parte del paisaje natural, ha provocado una fisura profunda que desquebraja las instituciones y el tejido social.

Aunque el problema mexicano se hizo visible para la comunidad internacional por los altos índices de violencia, particularmente en los últimos años, en realidad lo que sucede en México es un largo proceso de descomposición política, económica y social, que debe al menos servir como ejemplo a otras naciones y sociedades.

En los últimos 18 años, México ha sido fuertemente sacudido por episodios que corresponden a países en guerra declarada y que, en cualquier otro contexto, habrían sido reprobados por la comunidad internacional, y habrían movilizado a la ciudadanía para exigir a las autoridades poner fin a la violencia y la perversa impunidad que la acompaña.

La complicidad e inacción de las autoridades ha provocado que, en el contexto de disputa entre los carteles de la droga para intimidar a sus rivales y a la sociedad, poco a poco, los límites de su violencia se fueran moviendo hasta pasar a ser terrorismo.

Anabel Hernández, columnista.
Anabel Hernández, columnista.

Si alguien pudiera decir cuándo comenzó a romperse con claridad la frontera entre una cosa y otra, yo diría que fue en septiembre de 2006, cuando en una discoteca de Uruapan, Michoacán -al suroeste de México-, aparecieron cinco cabezas humanas rodando en la pista de baile. Medios de comunicación nacionales e internacionales dieron cuenta del salvaje episodio. El evento ocurrió como parte de la guerra entre la organización criminal de La Familia Michoacana y el llamado Cartel del Milenio. El rostro de la barbarie mostraba una nueva faceta para infundir miedo, no sólo al grupo criminal rival, sino a la sociedad en general. Nunca antes se había visto algo similar, aun cuando la guerra entre los diversos carteles de la droga tiene sus inicios en México alrededor del 2002.

Dos años después, el 15 de septiembre de 2008, en Morelia, en la tradicional fiesta popular de inicio de la lucha por la Independencia de México, detonaron dos granadas en una plaza pública. Tres personas murieron y más de 132 resultaron heridas, muchas de ellas perdieron diversas extremidades del cuerpo.

La violencia ejercida ante las autoridades y la sociedad, ambos inmóviles, continuó su dinámica hasta que su constante presencia fue cambiando las dinámicas sociales en México. Vivir con miedo comenzó a ser algo normal. Muertos y desaparecidos fueron engrosando las estadísticas oficiales, pasando de lo extraordinario a lo habitual.

En agosto de 2010, "58 hombres y 14 mujeres -la mayoría centroamericanos pero también ecuatorianos, brasileños y un indio- vestidos con gorras de béisbol y ropa desgastada, yacían formados en fila maniatados. Estaban ensangrentados y golpeados con un nivel de saña similar a la ejercida por el ISIS", describió el periódico español El País, sobre la masacre de migrantes perpetrada por el grupo criminal Los Zetas, en San Fernando, Tamaulipas, al noroeste de México, a pocos kilómetros de la línea fronteriza con Estados Unidos. Hasta ahora, no hay ninguna persona sentenciada por ese crimen. En 2016, el Colegio de México, una de las instituciones de investigación académica más prestigiadas de México, publicó un informe en el que afirmaron que, en San Fernando, al menos 36 policías trabajaban para Los Zetas.

El crimen organizado en México impuso nuevos parámetros al horror. En 2014, 43 muchachos de la escuela normal rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, desaparecieron en un operativo conjunto entre militares, policías federales, policías estatales y municipales. Gracias a las familias de esos jóvenes y a su protesta inmediata, el caso mantuvo en jaque al Gobierno de México por al menos dos años. La historia de los jóvenes hijos de campesinos, idealistas, pobres entre los pobres, conmovió al mundo hasta que su ausencia se hizo costumbre. Los ciudadanos comunes regresaron a sus casas, a su propio infierno personal, y el Gobierno logró alterar todas las pistas que pudieran ayudar a responsabilizar penalmente a los responsables.

El 17 de octubre pasado, una pequeña facción del Cartel de Sinaloa tomó calles de Culiacán, Sinaloa, capturó algunos rehenes, y obligó así al gobierno de México a liberar a Ovidio Guzmán López, quien tiene orden de arresto en Estados Unidos por tráfico de drogas y había sido exitosamente capturado. El presidente Andrés Manuel López Obrador declaró que el Estado mexicano  fue superado y, para "salvar vidas", tuvieron que dejarlo ir.

Cuando esto ocurrió, señalé que la claudicación del Gobierno tendría consecuencias graves para la sociedad mexicana. Cuando la autoridad se rindió, las vidas que dijo haber salvado, se multiplicaron por muchas otras que deja declaradamente a merced del narcotráfico. Ciento veinte millones de mexicanos quedan así secuestrados oficialmente por el crimen organizado.

El 4 de noviembre pasado, tres mujeres y seis niños de la familia mormona LeBarón fueron brutalmente masacrados en México.
El 4 de noviembre de 2019, tres mujeres y seis niños de la familia mormona LeBarón fueron brutalmente masacrados en México.Imagen: picture-alliance/dpa/Alex leBaron

Las fronteras del crimen organizado en México desaparecieron y la violencia pasó a ser terrorismo. Es así que, el 4 de noviembre pasado, ocurrió el indescriptible y doloroso episodio de la familia mormona LeBarón: tres mujeres y seis niños, dos bebes y otros cuatro menores, fueron masacrados en el norte de México, en los límites entre los estados de Sonora y Chihuahua, dominados por el crimen organizado desde hace más de 20 años, por ser un paso estratégico para el cruce de drogas a Estados Unidos. Otros ocho niños lograron escapar de la masacre, la mayoría corriendo solos en el desierto.

La brutal violencia cotidiana, fosas clandestinas aquí y allá, decenas de policías asesinados en un mes, ejecuciones sumarias por parte de la autoridad, han anestesiado a tal punto a la sociedad mexicana y a las autoridades, que dos días después de los hechos, el presidente de México, quien hasta la fecha no ha ido al lugar donde ocurrió la inadmisible masacre de mujeres y niños ni se ha reunido con los familiares sobrevivientes,  apareció sonriente abrazando al pitcher mexicano José Urquidy, a quien el mandatario -cuyo hobby es el béisbol- describió como "tremendo beisbolista".

Sin estrategia del Gobierno para proteger a los ciudadanos, e imponer el orden y la justicia, lo cual es la razón de ser de un gobierno democrático; y con la sociedad mexicana anestesiada, resulta imposible revertir solos el terrorismo impuesto por el crimen organizado.

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