Opinión: La democracia brasileña, a prueba
24 de enero de 2018La sentencia contra Lula es el punto culminante del escándalo de corrupción que sacude a la política brasileña desde hace cuatro años y afecta a figuras de todo el espectro político. Y mancha profundamente la reputación de aquel que fuera considerado "el político más popular del planeta", como Obama calificó a Lula en 2009.
La decisión de los jueces de Porto Alegre estaba condenada a tener un impacto político inmensamente mayor que el jurídico. La condena puede dejar a Lula -favorito en los sondeos de intención de voto- fuera de la carrera presidencial 2018, aunque quedan recursos judiciales que podrían permitir su candidatura e impedir que vaya a la cárcel.
Irónicamente, la sentencia satisface las pasiones tanto de los partidarios como de los detractores de Lula, y da munición a la turba enardecida que solo ve el proceso a través de los lentes del amor o el odio incondicionales hacia el expresidente. Sus oponentes ven la prueba de que Lula es corrupto. Sus seguidores, la de que es un perseguido político.
Quien intenta observar los hechos desde afuera y llegar a una conclusión neutral, quisiera ver indicios más contundentes, tanto de culpabilidad como de inocencia. La sentencia contra Lula tiene algo de justicia "premonitoria": Lula no es el propietario del departamento que le habría dado la constructora OAS a cambio de favorecer sus negocios con Petrobras, y nunca usufructuó de él, pero, según los jueces, tenía intenciones de hacerlo.
Los que apoyan a Lula, a su vez, no logran explicar qué legitima una relación tan próxima entre el ex trabajador metalúrgico y las grandes empresas que se enriquecieron durante su gobierno. Empresas que, como hoy se sabe, operaron por años con un eficiente sistema de intercambio de favores con el mundo político.
La sentencia en segunda instancia tendrá ahora réplicas en los tribunales y el tema monopolizará el debate político en este año electoral. Es una pena. Sería bueno que la discusión en torno a Lula se superara pronto y que Brasil se ocupara de su problema real, que es la democracia del amiguismo.
Al final, Lula consiguió gobernar porque pagó "grandes mensualidades". Dilma Rousseff fue depuesta por no cumplir la voluntad de los parlamentarios. Que no era "buena política", decían. Y Michel Temer usa millones de las arcas públicas para comprar los votos de cada medida impopular que castiga a los más pobres mientras mantiene los privilegios de los más ricos.
La democracia brasileña es rehén desde hace décadas de un Congreso cuya mayoría solo legisla en beneficio propio. Se podría caer en el cinismo de decir que "así es la política". En ese caso, surge la pregunta: "¿para qué sirven entonces esa política y esos políticos?"
Mientras algunas personas racionales reflexionan sobre cómo escoger un Congreso mejor y fiscalizarlo más de cerca, gran parte de la población, cansada, prefiere repudiar del todo al establishment y poner su destino en manos de cualquiera que ofrezca soluciones populistas y autoritarias con la promesa de poner al país en vereda. Así es como colapsan democracias. Brasil navega rumbo a aguas turbulentas. Y no va solo.
Francis Franca (ERS/VT)
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