Lo llamaron "Wunderwuzzi" (alguien prodigioso, en dialecto austríaco), cuando Sebastian Kurz se convirtió en canciller de Austria a la edad de 31 años. El joven mostró a los conservadores europeos cómo ganar elecciones, hacer política dura de derecha y seguir siendo socialmente aceptable. El populismo con encanto vienés y justo dentro de los límites de lo permisible parecía ser su receta. Con una pizca de rechazo a los extranjeros y odio hacia la izquierda, todavía era sin embargo un chico modelo presentable, coronado además por un éxito casi mágico entre los votantes.
Pero esta semana aparecieron grietas profundas en el sofisticado producto en que se había convertido Kurz. El fiscal especial para la lucha contra la corrupción lo acusa de cohecho, corrupción y abuso de confianza.
El barniz se levantó
A este trío de deshonor político se podría sumar un posible delito penal que pone en entredicho el mito de Kurz: mientras todavía era ministro, se dice que manipuló las encuestas, maquilló sus resultados en ellas y pagaba para colocarlo todo en la prensa sensacionalista afín.
Así que, cuando aparecían titulares en los años de su imparable ascenso que lo describían como el candidato a canciller más popular de todos los tiempos, podía deberse a que sus leales seguidores habían manipulado las cifras. Y todo financiado con dinero público, de ahí la acusación. En el trato con los medios de comunicación, prevaleció el principio de que quien paga manda. Se colocaban en los periódicos costosos anuncios de publicidad institucional y empresas estatales y a cambio la cancillería recibía informaciones favorables.
Ahora resulta evidente que la estrella más brillante de la política austríaca había recurrido a métodos perniciosos y prohibidos para facilitar su ascenso. Kurz pulió su imagen, desarrolló un sofisticado sistema de propaganda estatal, socavando de paso la libertad de prensa, e hizo pasar como la voluntad del pueblo la imagen que su departamento de relaciones públicas proyectaba a los austríacos.
Drenar la ciénaga, al menos un poco
Cualquiera en Austria que pida que se drene el pantano de la corrupción básicamente se está burlando de sí mismo. La economía de la amistad tiene una larga tradición en el país y la historia de la república de posguerra se caracteriza por una cadena interminable de escándalos. Casos relacionados con bancos, casinos, empresas de construcción, adquisición de armamento, siempre con el trasfondo del enriquecimiento personal y la intromisión de la política y los negocios.
La más reciente de estas revelaciones fue sacada a la luz por el sórdido asunto de Ibiza hace dos años. El partido populista de derecha FPÖ, un controvertido socio de la coalición de Kurz, fue expuesto como una asociación tan mafiosa e inmoral que los votantes finalmente huyeron de él.
Desmantelando la ley y la decencia
La llanura alrededor de Viena es una ciénaga en la que las botas de goma chirrían con cada intento de sacarlas del barro. Los observadores se mofan de la red austríaca del favoritismo. El constante socavamiento de la ley y la decencia debilita al Estado y la ya poca fe de los ciudadanos en una política que no es más que una tienda de autoservicio.
Siempre quedarán charcos en este humedal político. Pero, ¿no debería la oposición en Austria atreverse a intentar limpiar al menos algunas áreas de la sistemática corrupción? Por ejemplo, pide una nueva ley de medios que pueda acabar con el mal hábito de la corrupción publicitaria. Siguiendo este ejemplo, se podría hacer lo mismo con los bancos y la contratación pública.
Es hora de algo nuevo
Kurz asumió el cargo en 2017 con el lema "es hora de algo nuevo". Pero solo representa la vieja corrupción bajo una nueva apariencia si la evidencia de la fiscalía demuestra ser sólida. Con el paso de dimitir, al menos está mostrando algo de decencia, después de negarse inicialmente a hacerlo con una pose de inocencia herida, aunque es cierto que sigue rechazando las acusaciones de corrupción que se le imputan.
Austria necesita una especie de movimiento de "manos limpias" ante la corrupción que cada pocos años limpie el establo en que se ha convertido Viena. Al menos el país todavía parece tener fiscales valientes que investigan sin miramientos. Pueden ser la base de la renovación política que muchos ciudadanos de Austria han estado esperando durante mucho tiempo. Y como próximo canciller quizás deberían elegir a un político serio, un adulto con un poco menos de carisma. Sebastian Kurz, como mago de la política, está completamente desenmascarado y se muestra a sí mismo como un emperador que, al mirarlo bien, no tiene nada de ropa.
(lgc/rr)